Poemas de César Vallejo Skip to main content

Poemas de César Vallejo

Los heraldos negros

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma... Yo no sé!

Son pocos, pero son... Abren zanjas oscuras

en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.

Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;

o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,

de alguna fe adorable que el Destino blasfema.

Esos golpes sangrientos son las crepitaciones

de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre...pobre! Vuelve los ojos, como

cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;

vuelve los ojos locos, y todo lo vivido

se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

A mi hermano Miguel

¡Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,

donde nos haces una falta sin fondo!

Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá

nos acariciaba : «Pero hijos…»

Ahora yo me escondo,

como antes, todas estas oraciones

vespertinas, y espero que tú no des conmigo.

Por la sala, el zaguán, los corredores.

Después, te ocultas tú, y yo no doy contigo.

Me acuerdo que nos hacíamos llorar,

hermano, en aquel juego.

Miguel, tú te escondiste

una noche de Agosto, al alborear;

pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste…

Y tu gemelo corazón de esas tardes

extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya

cae sombra en el alma.

Oye, hermano, no tardes

en salir, ¿Bueno? Puede inquietarse mamá.

Bordas de hielo

Vengo a verte pasar todos los días,

vaporcito encantado siempre lejos…

Tus ojos son dos rubios capitanes;

tu labio es un brevísimo pañuelo

rojo que ondea ¡en un adiós de sangre!

Vengo a verte pasar; hasta que un día,

embriagada de tiempo y de crueldad,

vaporcito encantado siempre lejos,

la estrella de la tarde partirá!

Las jarcias; vientos que traicionan; vientos

de mujer que pasó!

Tus fríos capitanes darán orden;

y quien habrá partido seré yo.

Idilio muerto

Qué estará haciendo esta hora mi andina y dulce Rita de junco y capulí;

ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita

la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.

Dónde estarán sus manos que en actitud contrita

planchaban en las tardes blancuras por venir;

ahora, en esta lluvia que me quita

las ganas de vivir.

Qué será de su falda de franela; de sus

afanes; de su andar;

de su sabor a cañas de mayo del lugar.

Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,

y al fin dirá temblando: «Qué frío hay... Jesús!»

y llorará en las tejas un pájaro salvaje.

Trilce LXV

Madre, me voy mañana a Santiago,

a mojarme en tu bendición y en tu llanto.

Acomodando estoy mis desengaños y el rosado

de llaga de mis falsos trajines.

Me esperará tu arco de asombro,

las tonsuradas columnas de tus ansias

que se acaban la vida. Me esperará el patio,

el corredor de abajo con sus tondos y repulgos

de fiesta. Me esperará mi sillón ayo,

aquel buen quijarudo trasto de dinástico

cuero, que para no más rezongando a las nalgas

tataranietas, de correa a correhuela.

Estoy cribando mis cariños más puros.

Estoy ejeando ¿no oyes jadear la sonda?

¿no oyes tascar dianas?

estoy plasmando tu fórmula de amor

para todos los huecos de este suelo.

Oh si se dispusieran los tácitos volantes

para todas las cintas más distantes,

para todas las citas más distintas.

Así, muerta inmortal. Así.

Bajo los dobles arcos de tu sangre, por donde

hay que pasar tan de puntillas, que hasta mi padre

para ir por allí,

humildóse hasta menos de la mitad del hombre,

hasta ser el primer pequeño que tuviste.

Así, muerta inmortal.

Entre la columnata de tus huesos

que no puede caer ni a lloros,

y a cuyo lado ni el destino pudo entrometer

ni un solo dedo suyo.

Así, muerta inmortal.

Así.

Masa

Al fin de la batalla,

y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre

y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:

«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,

clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,

con un ruego común: «¡Quédate hermano!»

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra

le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;

incorporóse lentamente,

abrazó al primer hombre; echóse a andar...